jueves, 16 de abril de 2009

Cosas de niños, cosas de payasos

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Cuentan que cuando el payaso pisó la pista del circo con sus enormes zapatos, el silencio nervioso del respetable se hizo añicos desde una de las primeras filas de asientos, el lugar desde el que, alto y claro, llorando a borbotones como una fuente diminuta, un niño se aferraba a su padre aterrado por la presencia de aquel tipo extraño de cara blanca, nariz roja y sonrisa imposible.

Los sollozos recorrieron la carpa de un extremo a otro, sinceros, desazonados, desde las jaulas de las fieras hasta el cañón del hombre bala, inundándolo todo, capturando la atención de la multitud, dificultando la labor del hombre que disfrazado en mitad de un circulo de arena, con una silla y un acordeón esperaba un momento de silencio para poder continuar con la función.

Con cientos de ojos clavados sobre su espalda, dicen que el tipo del pelo bufado y naranja se acercó con mirada lánguida hasta el pequeño, le acarició la barbilla y le premió con la mejor de sus sonrisas.

Craso error.

En vez de calmarse, los lloros del cachorro humano se convirtieron en gritos y los gritos en aullidos, completamente aterrado, como una sirena antiaérea, amenazando con no parar hasta que aquel individuo sacado de la peor de sus pesadillas desapareciera de su vista.

Todo un reto para el tipo del traje rojo, que no era cualquier payaso, sin pensárselo dos veces Charlie Rivel se sentó frente al pequeño y comenzó a llorar sin consuelo en un duelo de sollozos, a cada lágrima del niño le siguió un puchero del adulto, así hasta que superado por su curiosidad infantil, el crío cesó en su pena y solidario como solo un niño puede ser, sacó su chupete y se lo plantó al clown en la boca.

Rivel aceptó el ofrecimiento entre aplausos, con el regalo de su nuevo amigo como el mejor de los premios, se dio media vuelta y continuó con el espectáculo.

Cosas de niños, cosas de payasos.

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